Y al final la tele se salvó por lo pelos. O más bien porque yo soy un boludo, un tipo incapaz de tomar una determinación tajante. Ahí está, en mi mesita, muerta de risa.
A Nuria la había conocido un par de semanas antes, en la galería de Phillip Raneur. Fue durante la inauguración de una exposición de pintura a la que yo había ido supongo que exclusivamente para ver a Ciriano. No solo su obra, tenía la esperanza de verlo a él.
Alejandro Ciriano es un pintor argentino de nuestra edad que vive en Barcelona desde hace algunos años. Supe de él por
un equilibrista, que en los días previos (a lo mejor a raíz de aquella exposición, no me acuerdo), me había hablado de sus cuadros y de su personalidad un poco insólita. A mí me había parecido que sería bueno conocerlo y me mandé a ver sus pinturas. Había cuatro.
Nada que ver con el resto de pintores de la muestra. Eran cuadros muy simples los de Ciriano.
Me gustaron.
Mientras tanto morfaba canapés y escabiaba champán, porque la inauguración venía a todo culo (el que puso la mosca pensaba vender todo, no cabe duda). Y en eso me fijé en Nuria. Creo que ni miró los cuadros. Estaba campaneando todo el tiempo para la puerta, como esperando que llegara alguien. Salía a fumar y volvía a entrar con ese aire de mina enojada que con el tiempo iba a conocerle tan bien.
Me la crucé afuera. Salí a fumar y al ratio ella volvió a asomarse.
-Te noto inquieta- le dije sin mirarla, dándo una última pitada larga al cigarrillo y tirándolo con maestría poco más allá del cordón de la vereda. Entonces me di vuelta para mirarla. Se había quedado petrificada. Fueron unos segundos, probablemente, pero resultaba evidente que mi observación la había descolocado por completo. Y de pronto se rió. Pero se rió de verdad, con toda franqueza; una risa que apenas volví a disfrutar algunas veces desde entonces, cuando está de muy muy buen humor. Estaba más linda que no sé qué.
Yo estaba preocupado porque creí que tendríamos que hablar de pintura, y yo de pintura sé poco. Pero no sería un impedimento para que pudiera chamuyar durante horas si quería levantarme a una mina, pensé.
Pero no. No hizo falta, porque hablamos de cualquier cosa, creo, menos de pintura. Y me di cuenta de que le había caído bien. No digo que me di cuenta de que estaba loca por mí (ni siquiera me di cuenta de que estaba loca, enamorarse de mí podía llegar a parecerme razonable, en aquellos días), sino de que en una de esas había alguna posibilidad.
Y la hubo.
Durante unos días quedamos para tomar algo, entre una cosa y otra, cada uno en sus actividades. Pero nos juntábamos y siempre había algún extraño, como pelotudamente se acostumbra en esos casos. Algún compañero suyo, alguna amiga. Hasta que un día (habrían pasado dos semanas) le dije que salieramos de verdad, a tomar algo y charlar y pasar todo el tiempo que quisiéramos sin tener que interrumpir para hacer nada después, ni siquiera ir para mi casa o la suya. Quedamos a las ocho.
Volví a casa temprano, me pegué una ducha, me volví a afeitar, me serví un whisky a modo de aperitivo y puse a todo volumen una canción de Sabina que me pareció muy apropiada: "Esta noche contigo".
Estaba tan contento de salir con ella esa noche... Después, la salida no estuvo mal: fuimos a comer, paseamos por la noche tranquila, charlamos mucho y nos dimos algunos besos torpes. Después cojimos.
Pero lo más lindo fue la preparación de la noche, esa ilusión enorme, lo bien que me sentía mientras escuchaba a Sabina y tomaba un whisky y pensaba en Nuria.
En todo esto pensaba anoche, mientras hacía el arroz, después de haber grabado mi mensaje en su contestador. Pensé que a lo mejor la mía era una reacción desmedida, pobre. Al fin y al cabo ella pensó (no sé por qué) que a mí podía venirme bien una tele.
Fue un bajón.
Y entonces sonó el timbre. Entró a casa llena de dignidad. No estaba enojada. La noté más bien confundida. No dijo nada. La ayudé a levantar el aparato y se lo pasé, sin darle la opción a que se quedara o a que discutiera, nada, se lo pasé para que se lo llevara de mi casa. Me gustó no verla enojada.
Y me conmovió ver que los ojos se le estaban inundando, de a poco.
Así que le pedí disculpas, vacié otra vez la mesita y le clavé la tele, ahí donde la ves. El potus se lo regalé.
Ella armó un porro. Fumamos los dos (no suelo hacerlo. Ella sí, todo el día). Nos empezamos a reir y a llorar y al final terminamos viendo una serie que se llama "El mentalista" de la cabeza.
Antes de dormirme me dije que un televisor no tiene nada de malo si es capaz de generar afecto entre las personas.
(Lo que no sé es dónde voy a meter los libros).